Una elección judicial inédita y sus preocupantes resultados

Artículo publicado en Animal político

Convertir a la OEA en villana porque no aplaude el experimento mal ejecutado que es la elección judicial es un paso atrás en apertura y autocrítica.

El 1 de junio de 2025 México celebró una elección sin precedentes. Por primera vez, jueces y magistrados de todos los niveles fueron elegidos por voto popular. Se trató de un experimento monumental, resultado de una polémica reforma constitucional impulsada en 2024, y sus primeras cifras ya alarman. La participación ciudadana rondó solo el 13 % del padrón –uno de los niveles más bajos de participación electoral en la región. Para colmo, más del 10 % de las pocas personas que acudieron a las urnas anularon su voto, reflejo de confusión o descontento. Este desinterés masivo plantea una seria duda: ¿qué tan legítimo puede considerarse un proceso en el que 8 de cada 10 electores se quedaron en casa?

Falta de participación ciudadana

La apatía con que el electorado recibió la elección judicial es el primer gran foco rojo. Ni las campañas publicitarias oficiales ni el carácter “histórico” del proceso motivaron al grueso de la ciudadanía. Con menos del 13 % de participación, la misión de observación electoral de la OEA calificó este hecho como “uno de los niveles más bajos de participación en la región para un proceso electoral”. En democracia, la abstención habla, y en este caso gritó: un Poder Judicial elegido con tan escaso respaldo popular nace debilitado. El voto nulo abundantemente registrado (más del 10 % de las boletas) refuerza la idea de que muchos votantes no entendieron el proceso o no confiaron en él. ¿Puede decirse que “el pueblo” eligió a sus jueces, si prácticamente el 87 % del pueblo no se dio por enterado?

Sin evaluación meritocrática

Más preocupante aún que la baja participación fue la pobre evaluación técnica de los candidatos. En cualquier concurso para jueces cabría esperar filtros rigurosos de conocimientos y trayectoria, pero aquí brillaron por su ausencia. La Misión de la OEA advirtió que ninguno de los candidatos llegó a someterse a un examen exhaustivo de conocimientos jurídicos, como ocurriría en un concurso de oposición. Es decir, se permitió la postulación masiva con apenas requisitos mínimos formales, sin comprobar realmente quién poseía la solvencia técnica e idoneidad para impartir justicia. “No hay garantías de que quienes resulten electas y electos tengan la solvencia técnica, la idoneidad y las capacidades específicas que los cargos requieren”, concluyeron con preocupación los observadores. En pocas palabras, nadie verificó seriamente si los aspirantes a ministros, magistrados y jueces sabían suficiente derecho o tenían méritos, más allá de llenar formularios. Un riesgo enorme de mediocridad o politización en la conformación de los tribunales.

Riesgos para la independencia judicial

Este experimento de “democratizar” la justicia podría salir caro en términos de independencia de poderes. Diversas voces alertaron que hacer a jueces competir por votos los expone a presiones políticas indebidas. El propio informe preliminar de la OEA, lejos de aplaudir la iniciativa, advirtió que este modelo “acaba debilitando la transparencia, imparcialidad, eficacia e independencia del Poder Judicial”. La preocupación no es teórica: según constató la misión, 6 de las 9 nuevas personas ministras de la Suprema Corte fueron postuladas por el comité del Poder Ejecutivo, mientras que las otras 3 venían de la Corte previa (nombradas por el anterior presidente). Esta distribución “levanta dudas razonables sobre la autonomía e independencia del máximo tribunal respecto del Ejecutivo”. En pocas palabras, el gobierno actual logró colocar a sus candidatos en dos tercios de la Corte “electa por el pueblo”. Adicionalmente, nuestros socios en Norteamérica tampoco quedaron tranquilos: Estados Unidos y Canadá expresaron su preocupación de que jueces electos así “puedan ser influenciados por políticos e incluso por criminales”. Que se enciendan alarmas sobre posible infiltración del crimen organizado en la justicia resume el tamaño del riesgo que implica este método de selección popular sin salvaguardas sólidas.

Vacíos normativos y proceso caótico

El informe de la OEA describe el proceso electoral judicial mexicano como “sumamente complejo y polarizante” y con múltiples “vacíos”. Dicho sin eufemismos, la elección fue improvisada con reglas incompletas. La reforma constitucional se aprobó al vapor en septiembre de 2024, y muchas piezas del andamiaje legal quedaron sueltas o mal definidas. Faltó una normativa clara sobre etapas clave como la evaluación de candidatos, campaña, financiamiento, impugnaciones, etc. De hecho, la misión observó que ante “la ausencia en el marco normativo vigente de disposiciones específicas sobre cómo debían operar los comités” de selección, cada poder público tuvo que definir sus propias reglas “con criterios muy disímiles”. Esto derivó en disparidad de procedimientos: mientras un comité evaluador interrumpió sus labores por orden judicial, otros continuaron sin coordinación, e incluso hubo sorteos para recortar listas de aspirantes. Todo esto ocurrió en plazos apresurados. La elección se organizó en pocos meses, lo que explica en parte la desinformación ciudadana que llevó a tantos votos nulos. La falta de previsión normativa es tal que la OEA recomendó aprobar una “ley marco” que regule “de manera clara, precisa y armónica cada una de las etapas” de futuras elecciones judiciales. Traducido: urge poner orden legal al proceso, porque hoy está lleno de lagunas. Que una misión internacional tenga que recordarnos la importancia de reglas claras deja mal parada a la clase política que diseñó esta elección.

La respuesta del gobierno: matar al mensajero

Frente a estas observaciones, razonables y bien fundamentadas, cabría esperar un mea culpa o al menos disposición a mejorar. Sucedió lo contrario: el gobierno mexicano reaccionó con furia a la crítica internacional, disparando contra la OEA como si esta fuese la enemiga. En una inusual nota diplomática de protesta, México expresó su “firme rechazo” al informe preliminar y acusó a la Misión de Observación Electoral de excederse en sus funciones y rebasar su mandato. La Cancillería citó la Carta de la OEA sobre no intervención, dando a entender que los observadores cometieron una afrenta a la soberanía nacional por atreverse a opinar sobre nuestro sistema de elección judicial. La propia presidenta Claudia Sheinbaum descalificó públicamente el informe con el mismo argumento, señalando que no está dentro de sus funciones dar recomendaciones de cómo un país debe decidir su Poder Judicial, insistiendo en que la OEA no tiene atribución para valorar el modelo que de manera soberana México escogió. En resumen, para la administración actual los observadores deben limitarse a reportar si la jornada fue pacífica y poco más; cualquier juicio sobre la calidad democrática del proceso sería una intromisión intolerable.

Esta defensiva visceral del gobierno resulta preocupante y, a la vez, irónica. Primero, porque no hubo extralimitación alguna por parte de la OEA. Observar implica evaluar todo el proceso electoral, no solo contar casillas. Las misiones de observación siempre emiten recomendaciones para mejorar prácticas electorales; es parte de su labor técnica y así se acordó al invitarlas. La OEA no “impone” nada – sus recomendaciones carecen de fuerza obligatoria – y de hecho reconoció que la organización de la elección se apegó a la legalidad vigente. El problema, como bien señalan los observadores, es la legalidad vigente misma, es decir, las reglas deficientes que nuestros legisladores aprobaron. Recordarle eso a un país no es violar su soberanía, es ayudarle a fortalecerla corrigiendo debilidades democráticas. Pretender que la OEA “se guarde” sus opiniones sobre nuestra reforma judicial equivale a desvirtuar por completo el propósito de una misión observadora, reduciéndola a mera decoración internacional.

Segundo, sorprende el tono hostil considerando que México históricamente ha sido receptivo a las misiones de la OEA. Nuestro país solía sacar provecho de abrir sus procesos al escrutinio exterior como muestra de transparencia. Sin ir más lejos, el Instituto Nacional Electoral solicitó en 2023 el despliegue de observadores de la OEA para los comicios de 2024, y la organización acompañó esas elecciones sin problema. Es paradójico que ahora, cuando la OEA señala fallas reales en una elección controvertida, el gobierno reaccione a la defensiva y rompa lanzas contra una institución con la que antes colaboró cercanamente. México fue pionero en invitar observadores internacionales durante su transición democrática; convertir a esos mismos observadores en villanos porque no aplauden un experimento mal ejecutado es un paso atrás en apertura y autocrítica.

Finalmente, vale aclarar un punto que el discurso oficial distorsiona. El informe de la OEA no cuestiona a las personas electas, sino al procedimiento que las llevó al cargo. En ningún párrafo se deslegitima a los nuevos jueces y magistrados en lo individual; lo que se pone en tela de juicio son las condiciones del proceso – falta de participación, de filtros meritocráticos, posibles interferencias políticas, vacíos legales – que podrían minar la legitimidad institucional de esos nombramientos. Es decir, no se critica al juez, sino al sistema que lo hizo juez. El matiz es importante. La misión no vino a “desconocer” resultados ni a insultar a los ganadores, sino a señalar deficiencias para que México, si quiere, las subsane. Tomarse esas observaciones como un agravio personal o patriótico es perder de vista el fondo.

En lugar de refutar punto por punto con datos (cosa difícil, pues los hechos respaldan al informe), la respuesta oficial ha sido apelar al nacionalismo y a sofismas. Por ejemplo, la presidenta sugirió que es más democrático que “el pueblo” elija a los jueces en vez de “unos cuantos senadores”. Pero esa dicotomía es engañosa: esos senadores fueron elegidos por millones de votantes, mientras que el supuesto pueblo que acudió a elegir jueces apenas superó una décima parte del padrón. La legitimidad democrática de un representante no radica en cuántos individuos votan en una decisión final, sino en cuántos ciudadanos lo respaldaron con su voto previamente. Dicho de otro modo, no se puede comparar el número de senadores con el número de votantes en una elección para presumir democracia; hay que comparar cuántos votantes pusieron a esos senadores allí. Y en ese sentido, la legitimidad de “unos cuantos senadores” descansa en una participación ciudadana mucho mayor (60 % en las elecciones legislativas de 2024) que la raquítica participación del 13 % en la elección judicial. Es un error aritmético y democrático presentar millones de votos emitidos en 2025 (sobre un universo de decenas de millones que no votó) como aval suficiente, mientras se desdeña el mandato popular indirecto pero masivo que representan los legisladores.

En conclusión, la Misión de la OEA no hizo más que sostener un espejo frente a la elección judicial mexicana, revelándonos sus deformidades. El reflejo fue incómodo y las autoridades, en vez de reconocer la fea imagen, decidieron culpar al espejo de mala calidad. Pero los hechos están allí: baja participación, falta de evaluación meritocrática, riesgos a la independencia y graves deficiencias normativas conforman un coctel peligrosísimo para la justicia y la democracia mexicanas. Dispararle al mensajero no hará desaparecer esos problemas. Más nos valdría encarar la realidad y corregir el rumbo de este experimento antes de 2027, cuando está prevista la próxima elección judicial. Si realmente “en México quien manda es el pueblo”, como proclama el gobierno citando a Juárez, entonces que escuche la voz del pueblo expresada en ese 87 % de silencio, y que atienda las recomendaciones – nada extraordinarias – de quienes observaron imparcialmente lo que nosotros, con ojos nublados de triunfalismo, no quisimos ver. La independencia judicial y la confianza en la democracia bien valen un baño de humildad y autocrítica nacional. Los observadores de la OEA ya hicieron su parte señalando el camino; corresponde a México decidir si corrige las fallas o prefiere romper el espejo.

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