¿Transformar sin Estado?
¿Transformar sin estado?
El discurso de la cuarta transformación ha proclamado el fin del neoliberalismo. Así, contra las privatizaciones, o la captura del gobierno por parte de empresarios, burócratas o sindicatos, se ha reivindicado el papel del Estado para conducir a la nación, recuperar la soberanía y reducir la desigualdad.
Sin embargo, el discurso presidencial revela, al mismo tiempo, una profunda desconfianza hacia las instituciones.
Se les considera costosas e inútiles. En la administración pública federal se han hecho recortes inéditos. En otras agencias especializadas se ha sustituido a cuadros relativamente profesionalizados con funcionarios con escaso o nulo conocimiento técnico.
La paradoja es evidente. La cuarta transformación quiere un Estado fuerte, capaz de incidir a través de sus programas y proyectos en el desarrollo del país; pero simultáneamente se reducen dramáticamente sus capacidades institucionales para diseñarlos y ejecutarlos, o simplemente para prestar los servicios gubernamentales que se requieren.
Esto genera una contradicción insalvable: a pesar de querer erradicar el neoliberalismo, se procedió a “reducir al Estado”, que es una de las políticas insignias de ese modelo.
Esta situación tiene consecuencias. En las últimas semanas, se han identificado ya subejercicios preocupantes, trámites detenidos en diversas dependencias, devoluciones de impuestos que no suceden, mecanismos de supervisión que no funcionan, programas sociales que no llegan a las metas de cobertura deseada y un largo etcétera.
La prensa suele destacar las fallas espectaculares, como la falta de medicinas en los hospitales. El problema más serio, sin embargo, es la paulatina erosión de las capacidades administrativas del gobierno federal. Desde hace varios años, la administración pública avanzaba como un auto con el freno de mano puesto. La lógica de austeridad y desconfianza en el sector público ha complicado aún más esa situación.
Un Estado fuerte y eficaz requiere de un soporte administrativo que asegure su operación. Se requieren funcionarios capaces, comprometidos y honestos, así como presupuestos suficientes. Nada de esto se improvisa.
Por eso, hemos insistido desde hace décadas en la necesidad de que el país cuente con un servicio civil de carrera. Algo se había avanzado en esta ruta, aunque era claramente insuficiente. Si el gobierno actual quiere realizar el cambio que se ha propuesto, tendría que empujar seriamente en esa dirección.
No es la desconfianza hacia los funcionarios, la erosión de las capacidades ni el desmantelamiento de las instituciones lo que va a generar crecimiento ni a transformar al país. Esa lección sí la hemos aprendido.
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