¿Se acabó la fiesta? El giro negro de las factureras

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Artículo publicado en Animal Político, el día 9 de octubre de 2021.

Las empresas fantasma depredan las finanzas públicas. Mediante esquemas simples y de fácil articulación,  los contribuyentes las utilizan en forma virulenta para evadir impuestos y las dependencias gubernamentales para desfalcar al erario. En los últimos 10 años, en los estados y municipios la corrupción a través de las factureras ha sido monumental.

Las empresas fantasma son reales, aunque prevalezca la idea de que son falsas. De ahí su nombre, se piensa. Sin embargo, las sociedades existen: se constituyen ante notario público, se inscriben en el Registro Público de Comercio y cuentan con Registro Federal de Contribuyentes. Sus comprobantes fiscales son válidos, al emitirse utilizando la plataforma del Servicio de Administración Tributaria. Por eso es que la Unidad de Inteligencia Financiera prefiere llamarlas empresas fachada.

En los hechos todo es simulado. Los socios son personas físicas que se identifican con credenciales oficiales del Instituto Nacional Electoral. Por ello, los notarios públicos, al igual que el SAT y las instituciones bancarias, no pueden cuestionar su autenticidad ni rechazarlas como identificaciones válidas. Tampoco pueden negarles los servicios que solicitan basándose en el perfil socioeconómico o los rasgos fisonómicos que, meses o años después, resultan discordantes con el monto facturado por las empresas que constituyeron. Hacerlo sería claramente discriminatorio e inconstitucional.

En realidad, lo fantasmal son los accionistas de las factureras: no son los verdaderos dueños del negocio negro ni los artífices de las transas. En el mejor de los casos son prestanombres profesionales especializados en operar el fraude fiscal y la corrupción pública; en otros, se trata de trabajadores —destacadamente choferes y personal doméstico— quienes con engaños o amenazas de sus patrones aceptan fungir como socios de las empresas.

Otro problema en la creación de empresas fachada es el robo de identidad con credenciales oficiales del INE. Estas son válidas, aunque la filiación de quienes aparecen en ellas es falsa. Es así, por ejemplo, que Luis Pérez de Acha aparece en una credencial —no la mía— con la fotografía, domicilio y registros biométricos de otra persona, que es quien suplanta y hurta mi identidad.

Los niveles de osadía y cinismo son descomunales: en una Mañanera en septiembre de 2019, el presidente López Obrador acusó que él y su esposa fueron víctimas de esa fechoría y que con sus nombres se habían constituido 26 empresas fantasma en Veracruz. En el sexenio de Peña Nieto, el mismo problema lo tuvo un jefe del SAT a quien, ocupando ese cargo, le robaron la identidad en Jalisco para dar de alta a más de 80 empresas fachada. En los dos casos, las tramas delictivas se articularon por funcionarios del propio SAT, evidenciando así el descaro e impunidad de los implicados. En casa del herrero, azadón de palo.

El robo de identidades con credenciales del INE no obedece a corrupción en esa institución. El problema se ubica en los requisitos legales para obtenerlas, en cuyo origen se encuentran los documentos primarios de identificación para dar inicio al primer trámite de registro, como actas de nacimiento, licencias de conducir y credenciales escolares o laborales, que son de fácil falsificación. Incluso, si no se cuenta con alguna identificación ni comprobante de domicilio, con dos testigos basta.

Las autoridades de los tres niveles de gobierno tienen ubicado el problema; sin embargo, no se han implementado medidas integrales de prevención ni de solución efectivas. Los hechos así lo demuestran. Si AMLO, su esposa y un jefe del SAT fueron víctimas de robo, la vulnerabilidad de la mayoría de los ciudadanos es extrema.

En años recientes, la compra de facturas disminuyó notoriamente. Ello obedeció a las campañas de fiscalización en contra de los contribuyentes que las adquirieron. Dada la complejidad para rastrear a los verdaderos dueños de las factureras e imputarles responsabilidades —el SAT tiene listadas 11 mil empresas, de un universo de decenas de miles más—, las autoridades han centrado la persecución en contra de quienes compran los comprobantes. Algunos de estos han preferido aceptar su responsabilidad, regularizarse y pagar los adeudos fiscales. Otros han optado por litigar los casos ante los tribunales federales, con los respectivos costos y contingencias que, en el futuro, podrían incluso llevarlos a la quiebra.

La campaña emprendida por el Procurador Fiscal de la Federación con el (estupendo) eslogan: “se acabó la fiesta” y que se remató con la reforma penal-fiscal de enero de 2020, que categoriza como delincuencia organizada a la compra de facturas, aumentó el desinterés por echar mano de ese esquema de evasión fiscal.

En la medida en que se intimidó a los contribuyentes, la operación de los factureros creció en el sector gubernamental de manera exponencial, también mediante operaciones simuladas, es decir, con obras y servicios fantasma. El desvío de recursos públicos ha sido espeluznante; una sangría implacable. Un día sí y otro también, medios de comunicación y organizaciones de la sociedad civil dan cuenta de desfalcos por cientos de miles de millones de pesos.

Las factureras son la vía predilecta para la corrupción gubernamental. Robar dinero del erario es relativamente fácil. Lo difícil es encontrar un estado o municipio que no esté enredado con empresas fachada; numerosas dependencias federales también. En una situación lastimosa y patética, prácticamente todos los gobiernos locales han estado involucrados en el enjuague. Sin embargo, los funcionarios responsables de esos latrocinios —los corruptos que se quedan con el dinero— siguen libres e impunes, sin encarar responsabilidades legales. En todo caso, quienes pagan los platos rotos son servidores públicos de bajo perfil que, por inadvertencia o amenazas de sus jefes, tramitan y firman las contrataciones con factureros.

Contra lo esperado, la percepción de riesgo entre los contribuyentes disminuyó en 2021. El combate a las empresas fantasma ha sido infructuoso y anodino. Admoniciones van y amenazas vienen, pero los resultados penales son bajos y los grandes factureros permanecen impávidos, sabedores de su impunidad; lo mismo sus clientes. Como resultado, las empresas fachada resurgen con desenfreno como un mecanismo ágil para evadir impuestos: con poco esfuerzo y algo de intrepidez, la rentabilidad es enorme. Incluso, ser facturero da prestigio social y hasta estatus profesional.

Cientos de evasores nacionales, regionales y estatales disfrutan sin aprensiones del dinero mal habido y de su libertad. La resonancia de las acciones en contra del Rey del Outsourcing y de una figura del jet set casado con una presentadora de televisión solo significa que para estos personajes el negocio terminó, aunque no necesariamente en prisión. En el mercado pronto irrumpirán nuevos jugadores, como sucede cuando caen los capos de las drogas.

El negocio de las empresas fantasma es más lucrativo que el narcotráfico y menos riesgoso. Consideremos, por ejemplo, la Estafa Maestra, arquetipo de la corrupción gubernamental y que representó un desfalco al erario de 400 millones de dólares, libres de polvo y paja. Ahora pensemos en los grandes narcotraficantes de México y lo que lidian para obtener una ganancia de igual tipo: persecuciones de la Marina y del Ejército mexicanos, la DEA y del Departamento de Justicia de los EE UU, guerras con otros grupos delictivos, huidas a salto de mata, decomisos y bloqueos de cuentas bancarias, traficar y exportar la droga, importar armamento, administrar recursos humanos proclives a la violencia y la traición, y, lo peor, que ellos y sus familias terminen en prisión. Mejor facturero que narco, sin duda.

Las empresas fantasma operan a la manera de cárteles delincuenciales. Combatirlas tendría que constituirse como una decisión de Estado, en un esfuerzo coordinado y estratégico de los órganos de gobierno responsables de actuar contra la evasión fiscal, la corrupción y el lavado de dinero. El problema es que funcionarios de todos los colores forman parte de las organizaciones de cuello blanco.

En una ‘guerra de guerrillas’ contra la Hacienda pública, las autoridades federales pierden la batalla frente a las factureras. Las listas negras del SAT crecen a paso lento, la Procuraduría Fiscal de la Federación no articula querellas penales eficientes, la Unidad de Inteligencia Financiera y la Auditoría Superior de la Federación aprietan pero la Fiscalía General de la República permanece impávida, con el regocijo de los evasores fiscales y funcionarios corruptos, y el azoro de los contribuyentes cumplidos.

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