Narrativas en conflicto sobre la reforma judicial
Artículo publicado en El País
La reforma judicial en marcha continúa mostrándonos una pluralidad de ángulos, prácticamente a diario. Nos ha tocado presenciar la renovación de discursos de vieja raigambre nacionalista. A la rememoración de las doctrinas del poder absoluto o del que pretende llegar a serlo. Hemos visto también falta de oficio en la forma de incapacidades políticas y jurídicas. Así como muchos otros elementos que, o suponíamos superados o que, al menos, habrían de presentarse con mayor pudor.
En el encarreramiento de los días, hay dos manifestaciones del oficialismo que han llamado mi atención y, supongo, la de otros. Se trata de dos fenómenos que han logrado significar mucho de lo que se está diciendo y haciendo por parte de los órganos gubernamentales y de los coros que los ensalzan. Lo curioso es que ambas narrativas resultan, si no de plano contradictorias entre sí, sí respecto de la totalidad de los discursos y posicionamientos con que las nuevas autoridades están pretendiendo asentar y ejercer su poder.
El primer fenómeno frente a la oposición judicial y jurídica a la reforma judicial apela a la subordinación más abyecta de los juzgadores a los poderes fácticos o, de plano, a una ideología que, por lo demás, se estima como propia y autogenerada. Se dice —cada vez más estruendosa y abiertamente— que toda la oposición a la reforma tiene como propósito mantener la incrustación conservadora, neoliberal o de signo parecido, en la actividad jurisdiccional. En esa representación se asume que alrededor de 50,000 personas comparten una concepción unitaria y defienden al unísono una posición contraria, a la cuarta transformación en su modalidad “segundo piso”. Se asume que, de algún modo, ese conjunto humano se constituyó de manera tal, que las diferencias de edad, formación, arraigo o procedencia quedaron borradas al momento mismo de incorporarse a la actividad de uno de los poderes del Estado o que, de manera todavía más pintoresca, esas muchas personas decidieron incorporarse a él por una curiosa predisposición del alma.
La narrativa oficialista ha tenido que construir un monigote al cual poder atacar con facilidad después de haberle asignado condiciones tan peculiares como las señaladas anteriormente. Establecido el conjunto a partir de la ideología impuesta, ha sido posible generar la idea de que todo acto jurídico emanado de los órganos jurisdiccionales de la Federación no es sino la expresión irrefutable de la ideología asignada. En tan generosa suposición no es posible admitir la diferencia de intereses, compromisos, proyectos ni, menos aún, ideales, pues todo se ha querido reducir a la defensa de los mínimos privilegios y de las abyectas defensas, ya ni siquiera de los intereses propios, sino de los de alguien abstracto y poderoso al que, por algún motivo, se dice, se ha decidido servir.
La segunda manera de actuación del oficialismo ha estado vinculada con las decisiones que diversos órganos jurisdiccionales han tomado con motivo del proceso de reformas judiciales en marcha. Desde los inicios de la dinámica reformista, diversos juzgadores han emitido resoluciones para analizar la validez del proceso y sus efectos, así como para suspender sus avances y consecuencias. Los juzgadores han actuado, bien o mal, fundada o infundadamente, dentro de los procesos previstos en la Constitución y las leyes. Cada una de sus resoluciones, cuestionables o no, han estado y están sujetas a la revisión de las instancias competentes, una vez promovidos los correspondientes medios de impugnación.
Frente a las impugnaciones promovidas y las resoluciones dictadas en ellas, el oficialismo ha tomado dos caminos de acción, pues en algunas ocasiones las ha recurrido y, en otras, simplemente, las ha desconocido. Es así que en este momento existen, como debe ser conforme a nuestro orden jurídico, diversos recursos para que lo decidido respecto de la reforma pueda ser revocado o acotado. En ello no hay nada de particular, pues se trata de la manera ordinaria en la que las autoridades deben estar frente a un orden jurídico que determina la legalidad de cada una de sus actuaciones y, con ello, la legitimidad final del ejercicio de poder que realizan.
Por otra parte, sin embargo, se han emitido declaraciones y se han constituido omisiones respecto de lo ordenado por las autoridades jurisdiccionales. Frente a las declaraciones de suspensión de los actos reclamados, simplemente se ha dicho que lo decidido carece de validez política o jurídica. La primera, porque el pueblo ha decidido que la reforma va, y sobre el pueblo nada ni nadie puede manifestarse; la segunda, porque se ha decidido por la autoridad política que la determinación jurídica de la autoridad jurisdiccional carece de fundamento y validez.
Cualquiera que haya sido el modo de enfrentar las decisiones judiciales para evitar su cumplimiento, existe un problema de fondo que se encuentra sin solución. Se trata de la posibilidad de que las autoridades político-administrativas determinen por sí y ante sí la juridicidad de las decisiones tomadas por otros poderes, en particular, las judiciales. La narrativa y actuación del actual oficialismo ha propiciado una grieta, una resquebrajadura en el orden constitucional que, por lo demás, sustenta su propia existencia y la legitimidad de sus actuaciones. El actual oficialismo ha decidido apartarse del juego autorreferente que imponen la Constitución y las leyes, para abrir otro en el que, si bien sus líneas todavía son paralelas, muy pronto se cruzarán en la forma de una crisis constitucional.
También de las contradicciones a que está dando lugar el oficialismo al tratar de sortear la oposición de los funcionarios y empleados del Poder Judicial de la Federación y las decisiones jurídicas por ellos tomadas, se están generando diversas disonancias con respecto a la narrativa general del nuevo gobierno. A fin de atraer inversión directa o a fin de evitar que la ya realizada se vaya del país, se ha dicho que en México se respeta y respetará la autonomía judicial y se acatarán las decisiones judiciales. Sin embargo, con motivo de la reforma en marcha se está produciendo la paradoja de amenazar a los jueces y magistrados que exigen el cumplimiento de sus resoluciones jurídicas. Asimismo, se está señalando que no se acatarán las decisiones de los juzgadores que, a juicio de los políticos, sean contrarias a derecho. Es más que evidente ya la disonancia entre la oferta general de cumplimiento y subordinación al derecho y las condiciones particulares de acatamiento a las incidencias de la reforma judicial.
Ante la contradicción narrativa y operativa que el oficialismo está viviendo es muy posible que se produzca una salida en la forma siguiente: no es que no se vaya a cumplir con las decisiones judiciales, ni que se vaya a afectar la independencia judicial, sino que, precisamente, para lograr tan idílica situación, primeramente, es necesario reformar al poder judicial y privarlo de sus malos elementos. Los desconocimientos actuales son instrumentales a la situación que pretende generarse y que, una vez establecida, sí será propicia y propiciatoria al más pleno cumplimiento judicial y al más amplio respeto a la institución judicial.
Es en esta narrativa en la que se condensan todos los demás elementos enfrentados en estos días, sean éstos de carácter operativo o normativo. Lo que queda en duda es si para que se considere que los juzgadores son verdaderamente independientes y sus resoluciones dignas de cumplimiento, es necesario que los mismos sean designados mediante los medios impuestos. Que, adicionalmente, las decisiones a acatar sean dictadas por quienes fueron electos mediante los nuevos y controlados mecanismos que, precisamente, están en disputa.
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