Mis épocas en la UNAM
Durante muchos años y de distintas maneras, mi vida ha estado vinculada con la UNAM. Comienzo recordando parte de ello con enorme gratitud. El primer contacto se dio con mi ingreso a la Preparatoria 5, José Vasconcelos. Mi entrada a esta gran escuela pública aconteció después de estar nueve años en una privada, también de gran calidad y queridos maestros. Mis primeros días en la nueva institución fueron angustiantes. En lo territorial, por el desplazamiento el camión que pasaba en una esquina cercana a mi casa a las 6.10 horas, por cierto, con gran regularidad. Luego, por la caminata matutina de Tlalpan a la escuela por la Calzada del Hueso. También, por la enorme dimensión espacial de las instalaciones, por sus muchas aulas, laboratorios, auditorios, zonas de convivencia y campos deportivos.
En ese nuevo contexto espacial, las relaciones personales también tuvieron sus complicaciones iniciales. Mi educación primaria y secundaria no fue mixta. En la Prepa 5 había mujeres y yo no sabía cómo interactuar escolarmente con ellas. En la Prepa había compañeros de muy diversos niveles socioeconómicos, desde luego muy distintos a los clasemedieros con los que hasta entonces me había formado. También había, y de inmediato hicieron sentir su presencia, grupos de control que en momentos generaron violencia contra otros compañeros e, inclusive, actos delictivos. Esta nueva sociedad me fue y me sigue siendo muy importante. Tuve que aprender nuevos códigos de vestimenta, habla y comportamiento. Lo que tantas veces y en abstracto se dice de la UNAM como expresión de las multiplicidades de México, pude vivirlo personalmente.
En esos procesos de acomodo personal, en su momento no sencillos, comenzaron las clases. Tuve maestros de gran valía. Algunos inolvidables. Recuerdo en esta condición a mis profesores de literatura, lógica, etimologías, historia, anatomía y derecho. Personas muy bien formadas, generosas y serias. En aquel ambiente de jóvenes indisciplinados y curiosos, imponían respeto y, en mi caso, admiración.
Así transcurrieron tres maravillosos años. Hice amigos, aprendí música distinta, leí muchísimo y tuve la oportunidad de hacer deportes nuevos, como esgrima y atletismo. Al terminar este ciclo, estaba listo para ingresar, pase automático de por medio, a la Facultad de Derecho en la Ciudad Universitaria. Me sentía entusiasmado, creía contar con la experiencia y la formación necesaria para hacer una buena carrera. Las cosas, sin embargo, tomaron otro rumbo. Mis padres decidieron ir a vivir a Colima y ahí fui a parar yo.
Con el título de la Universidad de Colima, volví a la UNAM a iniciar mis estudios en la División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Derecho, entonces dirigida por don Raúl Cervantes Ahumada. Esta segunda presencia fue, también, gratísima. El ambiente estudiantil era muy distinto. Éramos gente que tomaba las clases temprano para después salir apresuradamente a nuestros respectivos trabajos. La situación de los profesores también era distinta. No porque los de la Prepa fueron malos, al contrario, sino porque muchos de los del posgrado eran conocidísimos en la profesión. Entre ellos el propio Cervantes Ahumada, Fix Zamudio, Burgoa o López Monroy. También estaban los profesores jóvenes que habían salido a estudiar fuera del país, como Orozco, González-Alcántara o González Oropeza.
Al llegar al posgrado no tenía claro si mis intereses estaban más vinculados al derecho civil o al constitucional. Durante mi licenciatura en Colima estudié y litigué más el primero y solo fue al elaborar la respectiva tesis que me adentré en el segundo. En mi indecisión, acudía a las aulas de la Facultad a tomar clases de derecho privado y derecho romano, recordando con especial gratitud a Martha Morineau. Fue en ese tránsito y en mucho por las enseñanzas del maestro Fix Zamudio, que terminé por dedicarme al estudio constitucional. Aquí hubo un tránsito personal y, sobre todo, una elección que ha significado mi quehacer profesional.
En esos días en el posgrado se dio un hecho que, por su relevancia, lo entiendo como otra manera de vinculación con la UNAM. Jesús Orozco, mi profesor de Derecho comparado y entonces secretario académico del Instituto de Investigaciones Jurídicas, me invitó a incorporarme a él como técnico académico. Mis labores iniciales fueron en la biblioteca, catalogando libros y revistas. Después, sin embargo, tuve la oportunidad de colaborar como asistente de Héctor Fix Zamudio, Marcos Kaplan y Manuel Barquín, lo que resultó de gran relevancia para mi formación como investigador.
La combinación entre la Facultad de Derecho y el Posgrado resultó muy importante. Por decirlo así, mi vida quedó atrapada en esos años en un mundo de libros. Los que leía, clasificaba y reseñaba. Una cosa llevaba a otra y el tiempo dedicado a estudiar en un sitio con estantería abierta y libre tránsito, resultó de gran intensidad. En un mundo donde no había medios electrónicos, poder pasear por los pasillos de la Torre II de Humanidades y del actual edificio del Instituto, fue muy productivo. Libro que se veía interesante, podía ser consultado.
Mi tercera etapa en la UNAM inició cuando volví de hacer el doctorado en España. Me incorporé como investigador al Instituto que me había apoyado con una parte de la beca correspondiente, y ahí pasé unos felices meses elaborando proyectos acerca de lo que serían mis siguientes trabajos. Este periodo terminó al aceptar la invitación del recién designado ministro Jorge Carpizo, para incorporarme a su ponencia en la Suprema Corte de Justicia.
En los años siguientes de mi vida, mis encuentros con la UNAM fueron muchos y variados, si bien menos institucionalizados. Asistí en varias ocasiones al Instituto de Investigaciones Jurídicas, en las direcciones de José Luis Soberanes, Diego Valadés y Héctor Fix Fierro, para dar clases o cursos, además de ver publicados en sus medios artículos y un libro. Con la Facultad de Derecho colaboré en diversos momentos, sobre todo en el periodo de Fernando Serrano. En el rectorado de José Narro tuve oportunidad de apoyar la creación de la licenciatura de ciencias forenses, cuando Enrique Graue era director de la Facultad de Medicina.
Todos estos encuentros precedieron a un momento importante para mí, como fue la obtención del titulo de maestro en derecho que había dejado pendiente al haberme ido a hacer el doctorado en España. Raúl Contreras, ya director de la Facultad, apoyó mi titulación, para la cual presenté un largo libro en el que estudié al Poder Judicial de la Federación en los últimos diez años del porfiriato. Debo confesar que fue un momento muy emotivo, pues con él concluí, finalmente, el ciclo que había iniciado hacia ya muchos años y consideraba un pendiente.
En los últimos años, he estado presente en la Universidad de nuevas e interesantes maneras. Una, como profesor y director de tesis en la Facultad de Derecho; otra, como aliado de la licenciatura en ciencia forense de la Facultad de Medicina; una más, como consejero de la Fundación UNAM, organización que tanto bien hace a sus alumnos.
El recuento de mis años en la UNAM me permite ver con perspectiva, las muchas cosas que gracias a su gente y su institucionalidad he recibido. De una parte, están las cuestiones estrictamente personales. El haberme permitido vivir la variada composición social, económica y cultural de nuestro país, me llevó a comprometerme desde entonces en distintos proyectos y buscar el desarrollo y la igualdad por medio del derecho. También, los violentos tiempos que se vivían en la Prepa 5 cuando pasé por ahí, me dejaron una profunda huella sobre lo que sucede cuando quien está llamado a ser autoridad, no ejerce sus funciones, porque no quiera o porque no pueda.
En la parte más académica, lo que le debo a la UNAM es también mucho. Me permitió ser alumno de destacados profesores, lo que me sirvió para tomar posición respecto de ellos. ni todos los grandes nombres son grandes docentes, ni los no conocidos son menores. En este distinguir, por obvio que ahora me parezca, hay formas indirectas de constitución personal.
Otra lección de gran importancia tuvo que ver con la adquisición de experiencias que hoy me significan mucho. Me refiero solo a dos. La primera, en parte ya mencionada, fue el privilegio de trabajar dentro de una biblioteca, en aquellos años en los que de todo se quiere saber. El poder navegar, literalmente, de un libro a otro a partir de la comprensión de un sistema de clasificación, es algo que además de inolvidable, me ha servido para hacerlo en otras modalidades, incluida la electrónica. La segunda, por el alcance del impacto psicológico y emocional al haber ejercido durante varios meses tareas de consultor-terapeuta en las muy lastimadas estructuras físicas y humanas en Tlatelolco después del sismo de 1985.
Finalmente, la UNAM me ha dado una gran cantidad de conocimientos y, algo que valoro tanto como ellos, el talante para ejercer crítica sobre ellos. Una cosa es que mis profesores y otros miembros de esa comunidad me hubieran enseñado diversas cosas, y otra muy distinta es que hubieran pretendido que ello tenía un sentido final o que yo no debía tomar posición frente a ello. La posibilidad de construir pensamiento propio, más allá de sus alcances e importancia, es algo que me dejó mi paso por la UNAM y que en algún sentido ha significado mi vida académica y profesional y me ha recordado, ahora que termino este recuento, lo mucho que debo agradecerle, no en abstracto, sino de manera concretísima, al lugar en el que tantas personas y posibilidades pudieron reunirse.
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