Las cosas por su nombre

Revista Gatopardo

Publicado el 19 de junio de 2020  https://gatopardo.com/opinion/las-cosas-por-su-nombre/

 

Hace unas semanas fui invitado a escribir en este medio. Mi primera reacción fue de alegría, tanto por su calidad como por el afecto que guardo a quien lo hizo. Después, con más calma, me pregunté sobre qué podía escribir alguien que lleva metido más de cuarenta años en el mundo del derecho. Gatopardo no es desde luego un medio jurídico. Es un medio cultural, compuesto por muy diversas materias y reflexiones sobre ellas. De la alegría pasé al sobresalto. Luego, se me ocurrió que mis colaboraciones debieran ayudar a divulgar el derecho en un país en donde se le conoce poco. Me imaginé escribiendo columnas sobre los elementos esenciales del amparo, el estatus de los migrantes o las diversas maneras de contribuir al gasto público. A mí mismo me dio una enorme pereza avanzar por este camino.

Mi segunda pretensión fue considerar al derecho en el modo cultural de la publicación donde mis contribuciones iban a alojarse. Si, como acabo de decirlo, llevo cuarenta años haciendo cosas jurídicas, ¿por qué no exponerlas desde un punto de vista no jurídico? Desde que inicié mis estudios de licenciatura, he sido litigante, profesor, investigador, consultor, juez, mediador, autor y comentarista. Desde esas posiciones he tenido que actuar para identificar, explicar y crear derecho; ya sea siguiendo las formas canónicas de producción de conocimientos y normas, ya buscando maneras de cuestionarlas. Pero a veces he tenido la oportunidad de sustraerme a esos mundos operativos de la experiencia jurídica para contemplar, desde fuera de los mismos, lo que se hace en ellos. Por ejemplo, preguntándome qué hacen quienes explican la Constitución o, más recientemente, qué suponen que hacen los jueces cuando imparten justicia.

Lo que quiero hacer en mis colaboraciones para Gatopardo es continuar con ese ejercicio: analizar el derecho con una mirada externa. Preguntar, más que por los sentidos de las normas al dar una clase o fundamentar una sentencia, por las acciones y condiciones requeridas para dar esa clase de un modo y no de otro, o para realizar esa actividad jurisdiccional bajo ciertos supuestos y no otros. Tomando la expresión de Ortega y Gasset que tan felizmente ha desarrollado entre nosotros Jesús Silva-Herzog Márquez, quiero adentrarme en el mundo jurídico para elaborar unas notas de mi “andar y ver” en él. A veces como fruto de curiosidades o perplejidades propias; a veces colocado en la situación de alguien que, sin pertenecer a ese mundo, se interesa por él o al menos le resulta curioso. Empiezo hoy con esta última posibilidad.

¿En qué piensan las personas cuando piensan en derecho? Algunas seguramente en órganos o funcionarios concretos como jueces, policías o diputados. Otras en lugares como cárceles, toritos o corralones. Unas más más en obstáculos, trámites o procedimientos sin fin. Para no abundar en posibilidades, quizá otras piensen en corrupción, maltratos, detenciones arbitrarias o torturas. Por tratarse del imaginario de cada quien, desde luego a partir de las propias subjetividades y contextos sociales, nadie puede decir que lo así pensado sea equivocado o incorrecto. Lo que cada quien imagina que algo es, en ese plano lo es.

Sin embargo, en lo que no suele pensarse con tanta frecuencia o naturalidad es en la función del derecho de designar y, al hacerlo, constituir realidades. Son tantas y tan comunes que terminan pasando desapercibidas. Quien piensa el derecho como una formalidad innecesaria o una regla adecuada de conducta, tiende a desconocer que su colocación en el mundo depende en mucho de lo que el derecho disponga (más allá de que tenga o no la capacidad de asumirlo). Quien se ostenta como padre de un hijo, o como hijo de un padre, tiene esa condición en el ámbito de lo social no como un reconocimiento generoso de amor paterno o filial, sino de un reconocimiento jurídico. Específicamente, de lo que se dispone en un acta de nacimiento. La asignación de la palabra padre o hijo no resulta de un acto natural, sino de uno jurídico celebrado conforme a ciertas normas. Evidentemente, sus efectos también.

Así como sucede con las categorías padre o hijo, el derecho nombra a una gran cantidad de personas, cosas y fenómenos y, al hacerlo, les da una materialidad desde luego jurídica, pero también social. El acto mismo de nombrar es tan importante que termina por constituir al ente nombrado. Comencemos por las personas.

Más allá de la constitución biológica primaria de cada quien, el modo en que estamos en el mundo está definido por el derecho. Históricamente se era hombre o mujer y todos tenían que acomodarse en una u otra categoría. Si alguien tenía una preferencia sexual que le impidiera ubicarse cómodamente en ellas, se introducían forzamientos para lograrlo. No había más posibilidad que ubicarse en un esquema binario altamente rígido. Actualmente, por el contrario, algunos órdenes jurídicos posibilitan que las personas asuman otras condiciones, no como producto de una decisión personal contra el derecho, sino como una posibilidad propiciada desde el derecho. En tales casos, la persona se asumirá de un modo determinado y, entonces, recaerá sobre ella una categoría que le otorgue nombre y sentido.

Sin llegar a casos muy extremos, cada uno de nosotros está nombrado por el derecho de muchas maneras: concomitantes, disyuntivas, transitorias o permanentes. En algún momento de nuestra vida podemos ser, simultáneamente, estudiantes, arrendatarios, propietarios, padres, compradores o vendedores, por ejemplo. Eso nos dará un estatus desde luego ante nosotros mismos y también hacia el resto del mundo. Gracias a los nombres asignados por el derecho, podemos exigir ciertas libertades o estar sometidos al cumplimiento de obligaciones. Pero hay más.

En los actuares cotidianos solemos referirnos a las personas de maneras diversas. Consideremos algunas peyorativas. Hace años, nombrar a alguien como loco, maricón o indio, era un asunto relativamente ordinario. Por fortuna, hoy ya no lo es. Lo que era una manera social de nombrar a alguien para molestarlo o denigrarlo ante otros, hoy tiene consecuencias. Exactamente el mismo nombrar, el mismo modo de constituir a las personas, puede conducir a sanciones. Quien era nombrado de una manera y no tenía más remedio que resignarse, actualmente tiene la posibilidad de actuar para obtener un desagravio.

Pasa un poco lo mismo con el nombrar de las cosas. Decir que un objeto es mueble o inmueble, fungible o no, acarrea consecuencias bien distintas, desde luego no para él mismo sino para el modo en que se desarrollan las relaciones sociales. Hace años tuve la oportunidad de dar una charla en un seminario que analizaba aspectos diversos del chile. Algunas personas hablaron sobre sus efectos en el cerebro, otros sobre sus elementos químicos, otras más sobre sus aspectos lingüísticos, primordialmente en relación con los albures. A mí me correspondió tratar sus aspectos jurídicos. Desde este punto de vista, ¿qué es un chile? Si está cosechado, es un bien mueble; si está en la planta, es inmueble. Si el primero es sustraído a su propietario, se está ante un robo; si es lo el segundo, un despojo. Cuando las normas jurídicas nombran a los objetos, el chile entre ellos, les dan un significado, desde luego, pero también una constitución. Vamos al tercer ejemplo. El de los fenómenos.

Tras la llegada del Covid-19, se ha generado una enorme discusión para definir el tipo de fenómeno frente al cual estamos. En los días iniciales, si era epidemia o pandemia. Después, ya definida como lo segundo, si era una enfermedad de atención prioritaria o una emergencia sanitaria por causa de fuerza mayor. Al haberle puesto nombre a la enfermedad y definir con ella que era producida por el virus SARS-CoV-2, otras posibilidades quedaron desplazadas. El nombrar generó un conjunto de consecuencias y, evidentemente, inhibió otras en el modo de actuar de las autoridades y, con ello, de la población en general. Como sucede con éste, otros muchos fenómenos son nombrados por el derecho y así quedan constituidos no en cuanto a sus aspectos naturales, pero sí en el modo en que nos los representamos y actuamos frente a ellos socialmente.

Cuando las personas piensan en derecho, creo, no suelen percatarse de su importancia nominativa. De la función que tienen las normas para nombrar una cantidad enorme de cosas en el mundo. Por lo mismo, no nos damos cuenta de la importancia de dotar con el nombre adecuado cada situación. Tampoco, de las muchas y a veces cruentas luchas que se han llevado a cabo para dejar de utilizar nombres o para hacerlo. Entre los primeros, hijo natural, bastardo o nigger; entre los segundos, persona con capacidades diferentes, por ejemplo. Disputas de este tipo son esenciales, no por el nombre en sí mismo sino por lo que implican sus usos, regulaciones y efectos sociales y jurídicos.

Estar bajo una etiqueta, y no bajo otra es determinante de las maneras en las que cada quien se ve a sí mismo, que los demás utilizan para relacionarse con él y la calidad de trato que está permitido darle. Aun cuando el nombre provenga del derecho, sus consecuencias lo trascienden. Lo que tal vez comenzó siendo pura condición jurídica, determina en mucho la posición de las personas en el mundo. Tanto en relación con otros seres humanos, como con respecto a las cosas, las posiciones o la vida en general. Para bien y para mal.

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