La ley Buylla
Artículo publicado en Milenio, el día 30 de marzo de 2022.
La agenda jurídica nacional está llena de avatares que ponen en jaque a los principios más elementales del Estado de derecho: filtraciones que delatan injerencias indebidas, decisiones legislativas inconstitucionales, violaciones sistemáticas de las reglas electorales, proyectos de sentencias que auguran tormentas y un largo etcétera.
En medio del barullo, hay riesgos que pasan desapercibidos. La semana pasada, las comisiones de ciencia y tecnología de la Cámara de Diputados y del Senado anunciaron con bombo y platillo su intención de trabajar en conferencia para agilizar el trámite legislativo de “diferentes iniciativas” en la materia.
¿Qué explica la urgencia de las cámaras legislativas de actuar de manera conjunta? La intención es clara. Se trata de aprobar en “fast track” el proyecto de Ley de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación preparado por Conacyt mediante un dictamen de “no costos” en la Comisión Nacional de Mejora Regulatoria (www.bit.ly/3iJRdRF) y un procesamiento legislativo en conferencia que permita un dictamen conjunto. De esta forma, la ley podría aprobarse con la mayoría de Morena en este periodo legislativo.
Los legisladores saben bien que, al menos una parte importante de la comunidad científica ha expresado su malestar con un proyecto de ley con un fuerte contenido ideológico, que limita severamente la libertad de investigación, que centraliza la gobernanza y que desmantela los mecanismos de participación que, aunque imperfectos, existen en la actual Ley de Ciencia y Tecnología.
Conacyt dirá que el anteproyecto fue largamente discutido en numerosos foros. Muchos pensamos que, aunque cierto, nunca se tomó en serio la opinión de la comunidad y el proyecto lleva una huella genética reconocible desde las primeras versiones conocidas.
Para muestra bastan algunos botones. La iniciativa enuncia diez principios que rigen la formación e investigación (como el de “pluralidad y equidad epistémica”) que nunca se definen y que generan grandes márgenes de discrecionalidad; deja en manos exclusivas del Conacyt la elaboración “democrática” de la agenda nacional que establece los asuntos estratégicos y prioritarios; establece una Junta de Gobierno donde solo tienen voto los funcionarios federales; elimina la obligación del Estado de destinar el 1% del PIB a la investigación y el desarrollo tecnológico; subordina la distribución de competencias de Estados y municipios a las directrices de Conacyt; y acota tanto la autonomía de los Centros Públicos de Investigación que, en los hechos, resultará aniquilada.
Como argumentó Mauricio Merino el lunes pasado en el Senado, ojalá las y los legisladores impidan un sistema de subordinación y control político e ideológico sobre la investigación y las instituciones que la desarrollan. Es mucho lo que está en juego.
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