El presidente contra su Estado
Artículo publicado en La Silla Rota, el día 5 de julio del 2021.
El presidente de la República es el Jefe de Estado, Jefe de Gobierno y Jefe de la Administración, pero no es el Estado mismo. El presidente es un \”mandatario\”, esto es, alguien que mediante un \”mandato\” acepta de otros un encargo. En este caso el de gestionar los asuntos públicos de un país en el que el mandato proviene del voto de los ciudadanos. Las elecciones periódicas son así el mecanismo que, en democracia, permite tomar decisiones colectivas para formar mayorías para elegir a quien ejercerá temporalmente un cargo público y, a la vez, definir la conducción del gobierno. En democracia, el Estado es la organización común para la pluralidad social, para los contrapesos que evitan que las mayorías avasallen a las minorías, que los derechos de éstas sean negados.
Se trata entonces de una responsabilidad que la ciudadanía confiere a alguien –que es su igual– para que dirija a una parte de la organización pública (y no a toda) que es la Administración Pública y que es la que cuenta con las estructuras más grandes, el mayor presupuesto.
La Administración pública se organiza, tiene una arquitectura, que supone la posibilidad de que su personal ocupe cargos con perfiles con el conocimiento adecuado para hacer frente a la diversidad y complejidad de áreas como la energía, el medio ambiente, la salud pública, los desastres naturales, la seguridad pública, etc.
Si por bienestar de la población entendemos la calidad de los derechos que en la realidad (y no sólo en el papel) disfrutan las personas: la mejor calidad en la educación, en la salud, en la seguridad pública, no basta la voluntad y los deseos de una persona para que eso suceda. Buenos derechos requieren de un buen Estado. Un mal Estado sólo puede producir deficientes resultados.
Así, el presidente en tanto Jefe de la Administración es una especie de director de orquesta por seis años, al terminar el periodo, la orquesta permanece, y un nuevo director asume. La administración es un engranaje; la tuerca más pequeña puede atorar el sistema, lo mismo si no es de la medida o si es de mala calidad. Lo que no ha sido, ni es ni será, es una Administración unipersonal. Al igual que el presidente no es el Estado, el director no es la orquesta.
Cuando la idea de conducir el gobierno altera la lógica de la pluralidad, se le concibe como la maquinaria de poder de solamente una de las opciones políticas para avasallar a los \”adversarios\”, se va contra el Estado democrático. El Estado no es una organización al servicio de los intereses de una persona, sino de los fines constitucionales; por eso mismo, la lealtad de los servidores públicos se da hacia los fines públicos, no en la obediencia ciega a las personas. Las decisiones de los mandos políticos solamente se legitiman en tanto expresan los fines constitucionales. La legitimidad que proviene del voto en las urnas es insuficiente sin la legitimidad en el ejercicio de la función pública.
La promesa democrática tiene como punto de partida la designación por el voto universal, libre y periódico, pero su cumplimiento reside en los resultados de bienestar en las condiciones de vida de la población (\”Del pueblo, por el pueblo y para el pueblo\”, diría Lincoln). La confianza en la democracia tiene una relación directa con sus resultados; y los resultados, a su vez, se relacionan con las capacidades institucionales.
Que haya servidores públicos capaces y profesionales, independientemente de cuáles sean las opciones políticas coyunturalmente triunfantes, posibilita preservar la columna vertebral en la continuidad del servicio público. Esa sería la justificación de contar con un servicio profesional de carrera. Por el contrario, la integración de un funcionariado cuya selección es determinada por la adherencia a una ideología, lleva a un Estado que es la continuación de sólo una opción política, conduce a instrumentalizarlo. Lo condena al perverso ciclo del eterno comienzo.
A casi tres años de la actual Administración, la marca que tiene es la de un presidente contra su Estado.
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