El acuerdo del 2 de octubre: perdón y olvido
Artículo publicado en El País
“Responsabilidad” es un término ambiguo. Si no se analiza y precisa, se presta a peligrosas manipulaciones. Hart mostraba muy bien la polisemia del vocablo:
“Como capitán de un barco, X era responsable por la seguridad de sus pasajeros y carga. Pero en su último viaje se embriagaba todas las noches y fue responsable de la pérdida del barco con todo lo que llevaba. Se rumoreaba que estaba loco, pero los médicos lo encontraron responsable de sus acciones. Durante el viaje, X se comportó irresponsablemente y varios incidentes, que tuvo en su carrera, demostraron que no era una persona responsable. El capitán siempre sostuvo que fueron las tormentas excepcionales las responsables de la pérdida del barco, pero en un proceso judicial que se le siguió fue encontrado responsable por la pérdida de vidas y bienes. Todavía vive y es moralmente responsable de la muerte de muchas mujeres y niños”.
En este pasaje se distinguen los siguientes tipos de responsabilidad: 1) como rol (“X era responsable por la seguridad de sus pasajeros y carga”); 2) como causa (“se embriagaba todas las noches y fue responsable de la pérdida del barco con todo lo que llevaba”, o “fueron las tormentas excepcionales las responsables de la pérdida del barco”); 3) como capacidad o estado mental de «imputabilidad» (“los médicos lo encontraron responsable de sus acciones”); 4) como condición de reproche (“se comportó irresponsablemente y varios incidentes, que tuvo en su carrera, demostraron que no era una persona responsable”); 5) como tipo jurídico de punibilidad (“en un proceso judicial que se le siguió, fue encontrado responsable por la pérdida de vidas y bienes”); y 6) como tipo moral (“es moralmente responsable de la muerte de muchas mujeres y niños”).
A la tipología de Hart podemos agregar otras variables, como por ejemplo la establecida por Hans Kelsen, quien alude a la de tipo directo (cuando el individuo que cometió el ilícito y el individuo responsable son idénticos) y la de tipo indirecto o vicaria (cuando el individuo que cometió el ilícito y el individuo responsable son personas diferentes).
Estas consideraciones iniciales sirven para enmarcar el “Acuerdo por el que se reconoce que la matanza estudiantil del 2 de octubre de 1968 constituyó un crimen de lesa humanidad”, emitido (y publicado en el Diario Oficial de la Federación) el 2 de octubre del presente año por la presidenta Sheinbaum. En su artículo primero estableció:
“En nombre y representación del Estado Mexicano, se reconoce políticamente que los actos de violencia gubernamental perpetrados el 2 de octubre de 1968, en contra de integrantes del Heroico Movimiento Estudiantil, fueron constitutivos de un crimen de lesa humanidad, como fue reconocido por el entonces Presidente de la República y comandante supremo de las fuerzas armadas, Gustavo Díaz Ordaz, durante la lectura de su quinto informe dijo: “Por mi parte, asumo íntegramente la responsabilidad: personal, ética, social, jurídica, política histórica, por las decisiones del gobierno en relación con los sucesos del año pasado.”
Más allá de la importancia simbólica del acuerdo y de la oportunidad política de su emisión —o tal vez precisamente por ello—, lo cierto es que el mismo merece un análisis jurídico para establecer sus correspondientes alcances. ¿A qué tipo de responsabilidades da lugar el acuerdo de la presidenta de México? La pregunta tiene sentido por la significación histórica de los hechos mismos, por su caracterización como crímenes de lesa humanidad y por la responsabilidad que le impuso al Estado mexicano. Veamos cómo, para qué, para quién y con qué alcances lo hizo la presidenta Sheinbaum mediante el acuerdo aludido.
El primer elemento a consideración tiene cierta ambigüedad, en tanto se dispone que el reconocimiento de “los actos de violencia gubernamental perpetrados el 2 de octubre de 1968, en contra de integrantes del Heroico Movimiento Estudiantil”, es de carácter “político”. Esta declaración puede entenderse en el sentido de que no se pretendió que tuviera consecuencias jurídicas, sino que consistiera en una rememoración acerca de los hechos referidos en el propio acuerdo. La segunda posibilidad es que, con independencia de la apertura declarativa, el reconocimiento de la responsabilidad pueda llegar a tener carácter jurídico. Por el lenguaje utilizado en la parte considerativa es posible suponer que se le quiso dar un carácter meramente político —o lo que es igual, declarativo—. Aun así, la ambigüedad del lenguaje podría generar cierto tipo de dudas que conviene despejar, pues además de la atención a lo sucedido el 2 de octubre, la presidenta Sheinbaum incorpora una serie de compromisos a nombre del Estado mexicano.
Lo primero que llama la atención del acuerdo, es el señalamiento de que los referidos actos “fueron constitutivos de un crimen de lesa humanidad”. Esta es una declaración relevante porque incorpora la categoría jurídica de mayor jerarquía en el derecho penal de nuestro tiempo. Al respecto es importante definir la capacidad de la presidenta de México para realizar tal reconocimiento y, sobre todo, para generar algún tipo de efectos jurídicos. Por tener el carácter de delitos, los de lesa humanidad deben ser tratados conforme a los principios del derecho penal —legalidad, taxatividad, etcétera— y declarados por una instancia judicial nacional o internacional. En lo nacional, la persecución de los delitos corresponde a una fiscalía dotada de autonomía, y en lo internacional a una instancia de igual naturaleza respecto de la cual la presidenta de México no tiene más intervención que la de poner los hechos en su conocimiento. Por lo anterior, es difícil asumir que la asignación de un sentido criminal de lesa humanidad a los hechos del 2 de octubre, con base en las competencias presidenciales, tiene un sentido jurídico estricto.
Por otra parte, debemos considerar la naturaleza de los compromisos hechos por la presidenta en los artículos segundo, tercero y sexto de su acuerdo. El segundo, el de ofrecer, a nombre del Estado mexicano y por conducto de la secretaria de Gobernación, “una disculpa pública por esa grave atrocidad gubernamental a las víctimas, a sus familiares y a la sociedad mexicana en su conjunto”. El tercero, también asumido por la presidenta en nombre y representación del Estado mexicano, de “garantizar la no repetición de atrocidades como a las que se refiere el presente acuerdo: actos de represión, actos de privación ilegal de la libertad, uso de las fuerzas armadas contra la población, utilización de cárceles clandestinas, desapariciones forzadas, torturas u otros tratos crueles, inhumanos o degradantes, o a la anuencia del Estado para destruir o exterminar a un grupo de la población mexicana”. El sexto, para asumir en su calidad de comandanta suprema de las Fuerzas Armadas, el compromiso solemne para que las estructuras y elementos de éstas “nunca más sean utilizados para atacar o reprimir al Pueblo de México, y de que se fortalezca la formación en derechos humanos y construcción de paz, [y] se asuma el reconocimiento de los hechos históricos aquí mencionados y se garantice su no repetición”.
La obligación asumida a nombre del Estado mexicano o, lo que es igual, de la totalidad de las instituciones federales y locales, para emitir la disculpa y llevar a cabo las medidas de prevención y reparación señaladas, no es asunto menor. Más allá de si la presidenta supuso que su acuerdo tenía un ámbito estrictamente político, lo relevante es saber si generó obligaciones reclamables en caso de incumplimiento. ¿Qué efectos jurídicos podrían derivarse si, por ejemplo y desafortunadamente, una autoridad nacional reprime o priva a alguien de la libertad o se documentan prácticas de tortura? La respuesta jurídica es que nada podría suceder con fundamento en el acuerdo mismo. Frente a tales atrocidades deberían abrirse carpetas de investigación, consignarse a personas, asignar responsabilidades e imponer sanciones por la vía judicial, pero nada de ello podría darse con base en el acuerdo, sino en las leyes.
Algo semejante a lo anterior sucede con lo previsto en el artículo cuarto del acuerdo, en el que se dispone que quedarán a salvo “los derechos que legalmente les asisten a las víctimas y sus familiares”. Si la materia del acuerdo es puramente política, sobra esta declaración. Si, por el contrario, pretende ser jurídica, es inoperante en tanto no resulta posible privar a nadie de sus derechos constitucionales y legales mediante un acuerdo presidencial. Aquí cabe preguntarse por la función de una declaración de este tipo para efectos de la determinación de la responsabilidad de los servidores públicos del pasado —si es que alguno de ellos está con vida— frente a la naturaleza de lesa humanidad de los crímenes perpetrados. La respuesta es que nada del acuerdo podría tener sentido, sencillamente y ante todo, por la no satisfacción del principio de legalidad. Más interesante, sin embargo, es averiguar si la reserva de las acciones a que se refiere el artículo cuarto del acuerdo podría tener algún sentido jurídico frente al incumplimiento del propio acuerdo. Por lo que ya señalamos, parece difícil de admitir, al no ser posible asignar responsabilidades por el incumplimiento del acuerdo, la salvaguarda de las acciones legales contenidas en él no tiene, entonces, repercusión frente a los hechos del pasado relacionados con el 2 de octubre de 1968, ni tampoco a los que por él mismo pudieran llegar a suscitarse en el futuro.
Otros elementos del acuerdo dan lugar a distintos e interesantes problemas. De manera por demás importante, en lo que tiene que ver con “los actos de violencia gubernamental perpetrados el 2 de octubre de 1968, en contra de integrantes del Heroico Movimiento Estudiantil”. Sin lugar a duda, ese día se llevaron a cabo actos muy graves en contra de diversas personas. Esto no está a discusión. Lo que interesa saber son las particularidades a las que se refiere la responsabilidad estatal aceptada. Específicamente y al menos, el tipo de actos realizados —¿homicidios, lesiones, detenciones arbitrarias, torturas?—, el lugar en que se verificaron —¿Tlatelolco o Tlatelolco y sus alrededores?—, las autoridades involucradas en la ejecución —¿ejército, policía del Distrito Federal, guardias blancas, Batallón Olimpia, Dirección Federal de Seguridad?— o en la ordenación de los actos —¿Díaz Ordaz, Luis Echeverría, Moya Palencia, García Barragán?—. Adicionalmente y de un modo igualmente impreciso, tampoco es posible saber nada en torno a las víctimas. A las personas comprendidas en el colectivo “Heroico Movimiento Estudiantil” —¿líderes, estudiantes, transeúntes, residentes de Tlatelolco?—. Nada en el acuerdo permite precisar alguno de estos elementos. Todo se reduce a la amorfa dualidad gobierno/movimiento estudiantil. A una enorme evocación a la que prácticamente cada cual puede darle contenido a partir de sus conocimientos y representaciones previas. A llenar cada una de las categorías aludidas con lo que cada uno de nosotros sabe o supone previamente.
Un aspecto más a destacar tiene que ver con la asignación de la responsabilidad. Aquí son varios los temas a tratar. El primero tiene que ver con el sujeto que la asigna. Si volvemos a la caracterización de la responsabilidad de Hart, la presidenta Sheinbaum actuó con el tipo de responsabilidad llamada de rol: “Claudia Sheinbaum es responsable de emitir el acuerdo en su calidad de presidenta de la República”. Fue en este papel que determinó la responsabilidad del Estado mexicano por los hechos del 2 de octubre de 1968. Como ya lo señalamos, aquí hay varios elementos que difícilmente permiten superar las objeciones al carácter meramente político de su determinación.
El segundo asunto es el relacionado con el sujeto responsable. Aun cuando en ninguno de los artículos del acuerdo se hace esta determinación de manera expresa, sí lo es en su parte considerativa. En el último punto se señala, en efecto, que este ordenamiento se emite “para contribuir a la verdad y la preservación de la memoria histórica en torno a esa masacre, y en vista de que hasta ahora no ha existido un reconocimiento político expreso y formal de responsabilidad por parte del Estado Mexicano…”. De esta manera, es la jefa del Estado mexicano en el 2024, la que determinó la responsabilidad del Estado mexicano de 1968.
Como ya dijimos, la asignación genérica y abstracta de responsabilidad así realizada, no conduce a nada. No hay un solo funcionario, cuerpo, órgano u otro ente sobre el cual pueda recaer algún reproche —así sea mínimo— sobre la verdadera responsabilidad. Actuaciones, omisiones, órdenes, obediencias, delitos, faltas, conspiraciones o cualquier otro elemento a partir del cual pueda identificarse a un burócrata, un funcionario, un soldado o un policía actuante a nombre y representación del Estado mexicano, son desde luego inexistentes.
El tercer aspecto está vinculado con la manera en que se llegó a determinar la responsabilidad del Estado mexicano. Si no se pudo o quiso entrar a la determinación de quién o por qué fue responsable de esos hechos, ¿cómo es que en el acuerdo —y sólo en el acuerdo— se determina la aludida responsabilidad? Por el reconocimiento hecho “por el entonces presidente de la República y comandante supremo de las fuerzas armadas, Gustavo Díaz Ordaz, durante la lectura de su quinto informe dijo: “Por mi parte, asumo íntegramente la responsabilidad: personal, ética, social, jurídica, política histórica, por las decisiones del gobierno en relación con los sucesos del año pasado.”
Sin quitarle la más mínima responsabilidad a Díaz Ordaz por sus actos y con sus declaraciones, aquí se plantea un problema jurídico relevante. ¿La asunción de responsabilidades por parte del presidente de la República conlleva la imputación de responsabilidad al Estado mexicano en su conjunto? Nos parece que la pretensión de Díaz Ordaz iba en el sentido exactamente contrario a lo que en el acuerdo se hizo. Más allá de las condiciones jurídicas del caso —y en tanto que de ellas no hubo un juicio propiamente dicho ni, por lo mismo, un pronunciamiento al respecto—, lo cierto es que el pronunciamiento hecho conducía a la autoincriminación personal. Él se refería a “los acontecimientos del año pasado”, es decir, los que tuvieron verificativo entre julio y octubre de 1968, y no exclusivamente a los del 2 de octubre como está aludido en el acuerdo. Él asumió la totalidad de las responsabilidades posibles sobre su persona al haber actuado como presidente de la República o, lo que es igual, jefe del Estado mexicano, titular de la administración pública federal, responsable del gobierno del Distrito Federal y comandante supremo de las Fuerzas Armadas. La extensiva declaración inculpatoria que hizo ante el Congreso de la Unión al rendir su quinto informe de Gobierno impide —y supongo que eso es lo que pretendía— exculpar al resto de los funcionarios y empleados de la administración pública federal, con independencia de si éstos tenían el carácter de secretarios de Estado, jefes militares o elementos de tropa, comandantes o agentes de policía.
Lo anterior es muy relevante si se considera que la citada inculpación de Díaz Ordaz está precedida de los dos párrafos siguientes:
“El Ejército Mexicano tiene la grave responsabilidad de mantener la paz, la tranquilidad y el orden internos, bajo el imperio de la Constitución, a fin de que funcionen nuestras instituciones, los mexicanos puedan disfrutar de la libertad que la ley garantiza y el país continúe su progreso. La forma en que cumplió su cometido es prueba clara de que podemos confiar en su patriotismo, su convicción civilista e institucional: restablece el orden y vuelve de inmediato a sus actividades normales.
Reitero, a nombre del pueblo y del Gobierno, la gratitud nacional para el guardián de nuestras instituciones, y exalto, una vez más, la inquebrantable lealtad, la estricta disciplina y el acendrado patriotismo de sus miembros”.
La pregunta que entonces debemos hacernos es la siguiente: ¿bajo qué relación jurídica es posible pasar —en los términos del acuerdo en análisis— de la responsabilidad del jefe del Estado mexicano a la del Estado mexicano en su conjunto? Desde el punto de vista jurídico, no es posible realizar el salto que en el acuerdo se realiza, que no es otra cosa que un claro ejemplo de la falacia de la composición, en la que se infieren los atributos de un todo a partir del atributo de sus partes.
La responsabilidad aceptada por Díaz Ordaz es sobre las conductas de Díaz Ordaz. La única posibilidad de ir más allá de él para asignar una responsabilidad a otros agentes del Estado mexicano hubiera sido la de desmontar las conductas del resto de los agentes involucrados, para demostrar la manera en la que cada uno de ellos participó y, desde ahí, mostrar la concertación suficiente para la asignación de la responsabilidad colectiva que el acuerdo pretende lograr.
Como canto de cisne, conciencia o pedantería histórica, sentido del deber o cualquier otra cosa que se nos pueda ocurrir que pasó por la cabeza de Díaz Ordaz, él quiso cerrar sobre sí —por decirlo de esta manera— la totalidad de lo acontecido sobre su persona. Quiso inmolarse para darle algún sentido al régimen del que provino y en el que actuó. En términos históricos y jurídicos, lo verdaderamente interesante para el acuerdo debió haber sido romper el círculo de impunidad que él mismo trató de crear en y por su persona, para abrirlo al resto de los actores involucrados. Sin embargo, al haberse procedido a aceptar sin más la responsabilidad única de Díaz Ordaz, se selló esta puerta con una declaración tronante de la nueva jefa del Estado mexicano hacia las autoridades que entonces actuaron. Al haber, por otra parte, imputado la responsabilidad de todo el Estado mexicano por la mera declaración de quien fue su jefe hace cincuenta y seis años, se selló también la posibilidad de identificar culpables concretos, más allá de que los mismos pudieran o no haber sido llevados ante la justicia. Esto sí es responsabilidad de la actual presidenta de México, y parece poco posible que quienes están legitimados para exigir cuentas por aquellos ominosos acontecimientos, le den a este acuerdo el carácter de punto final.
En estrecha relación con lo anterior, está la cuestión de cómo se llegó a determinar que, por las declaraciones del propio Díaz Ordaz, las actuaciones de ese fantasmagórico Estado mexicano fueron constitutivas de crímenes de lesa humanidad. Al respecto, en la parte considerativa del acuerdo se estableció lo siguiente:
“Que es claro que fue un auténtico crimen de lesa humanidad, por el uso de las fuerzas del Estado contra un sector de la población. Un acto ajeno por completo a la soberanía popular y a los fines éticos y constitucionales inherentes al ejercicio del Poder Público; crimen que confirmó la plenitud de un régimen autoritario dispuesto a seguir manteniendo incólume un sistema de dominación y hegemonía ideológica, política y social”.
“Que este crimen de lesa humanidad formó parte de una política represiva y contrainsurgente que el régimen autoritario implementó entre las décadas de 1960 y 1980, de manera sistemática y violenta, contra disidencias políticas y sociales”.
Sin desconocer en modo alguno la gravedad de los hechos del 2 de octubre y, desde luego, el carácter delictivo de muchos de ellos, resulta difícil asignarles el carácter al que finalmente se llega en el acuerdo. Los crímenes de lesa humanidad tienen una condición específica que, por la gravedad de las conductas y los efectos que producen —su imprescriptibilidad, por ejemplo—, deben tener un razonable acreditamiento. En el artículo 7 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional del 17 de julio de 1998, se dispone que se entenderá por “crimen de lesa humanidad” a los actos cometidos como parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil y con conocimiento de dicho ataque, consistentes en asesinato; exterminio; esclavitud; deportación o traslado forzoso de población; encarcelación u otra privación grave de la libertad física en violación de normas fundamentales de derecho internacional; tortura; violación, esclavitud sexual, prostitución forzada, embarazo forzado, esterilización forzada o cualquier otra forma de violencia sexual de gravedad comparable; persecución de un grupo o colectividad con identidad propia fundada en motivos políticos, raciales, nacionales, étnicos, culturales, religiosos o de género, u otros motivos universalmente reconocidos como inaceptables con arreglo al derecho internacional; desaparición forzada de personas; apartheid, así como otros actos inhumanos de carácter similar que causen intencionalmente grandes sufrimientos o atenten gravemente contra la integridad física o la salud mental o física. Por otra parte, en el Título Tercero del Código Penal federal se tipifican los delitos “contra la humanidad”, entre los cuales están previstos la violación de los deberes de humanidad y el genocidio (arts. 149 y 149 bis).
Partiendo de lo anterior, sin llevar a cabo el análisis y la separación de las conductas estatales desarrolladas o involucradas el 2 de octubre de 1968, es difícil asignar la responsabilidad de los crímenes de lesa humanidad al Estado mexicano, y más lo es a partir de la declaración auto inculpatoria que respecto de sí mismo —y de nadie más— hizo Díaz Ordaz. En el mejor de los casos, lo declarado por él podría haber sido constitutivo de responsabilidad respecto de él mismo. Más difícilmente podría serlo para el Estado mexicano. Mucho más difícil, jurídicamente hablando, asignarle el potencial suficiente para significar esos hechos —por graves y extraordinarios que fueron— como constitutivos de crímenes de lesa humanidad. Y es que en México hemos sido históricamente proclives a identificar al Estado con su jefe en turno. Este acuerdo de la presidenta lo confirma: identifica al Estado mexicano de entonces con Díaz Ordaz, con el propósito de sellar esa puerta de la historia, y hacer lo propio para lavarle la cara al Estado mexicano actual.
Una vez analizadas las condiciones y los alcances del acuerdo presidencial, es evidente que la presidenta de México buscó dejar en claro que el responsable de todo lo que aconteció el 2 de octubre de 1968 fue “el Estado” mexicano del mismo año. De alguna manera está asumiendo una especie de responsabilidad vicaria, como una madre que responde por el hijo que ha causado daños a otras personas. Con independencia de todos los problemas técnico-jurídicos a que el acuerdo da lugar, tal vez aquí es donde está su verdadero valor. De hecho, todo parece reducirse a lo establecido en su artículo quinto, de nuevo, con una importante carga de ambigüedad: “Este reconocimiento político servirá para la materialización de actos subsecuentes de impulso a la justicia, la preservación de la memoria histórica y la no repetición de los hechos”.
A final de cuentas, el acuerdo de la presidenta Sheinbaum es una declaración puramente política sobre lo acontecido el 2 de octubre de 1968. ¿Estamos ante una acción políticamente responsable de su parte? A nuestro juicio no. No vemos cómo se beneficie a las víctimas del 2 de octubre, salvo por un muy general y poco sustentado reconocimiento al papel heroico y a la condición de víctimas de sus integrantes. Sin embargo, y en sentido contrario, al no exhibirse los nombres de los políticos ordenadores de los hechos, de los militares y de las guardias blancas involucrados en su ejecución o de los distintos agentes estatales participantes en los crímenes por acción u omisión, se genera un manto de impunidad en todo lo relativo a las responsabilidades.
Con la asignación de la responsabilidad al Estado mexicano de 1968 en su conjunto, se logró darle realidad al sueño de todos los participantes en hechos tan graves como los del 2 de octubre mexicano. El que sus conductas, desde luego individuales y específicas, queden subsumidas en las de un conjunto amorfo y despersonalizado. En donde, como antes dijimos, cada cual pueda identificar y asignar culpas a quienes le parezcan culpables, no por virtud del acuerdo emitido, sino por las concepciones, conocimientos y sesgos adquiridos con anterioridad a su emisión. Por lo mismo, los reales ordenadores y ejecutores de los crímenes que sin duda se cometieron, pueden quedar tranquilos sabiendo que su “papel en la historia” no depende del acuerdo, sino de las narrativas que hayan quedado construidas en otros lugares. Pueden dormir tranquilos —es una metáfora— sabiendo que su nombre no será ya individualizado al no haberlo sido sus conductas.
Si se hubieran identificado conductas concretas y, sobre todo, los patrones políticos y administrativos que las permitieron, el acuerdo de la presidenta Sheinbaum hubiera arrojado luz no sólo sobre el pasado, sino también sobre el presente que presidirá. Si se hubiera analizado la actuación del Ejército y de sus mandos, hubiera quedado en evidencia que el uso de esa fuerza no es bueno para la vida democrática del país. Si se hubiera analizado la acción de Díaz Ordaz y de su gobierno, se hubiera evidenciado la necesidad de contar con frenos y contrapesos a los poderes presidenciales.
Al no haberse actuado así, al haberse construido una retórica de lugares comunes para enmarcar una declaración sin contenido, se cumplió, es verdad, con el ritual celebratorio del chivo expiatorio. Sin embargo, y por lo mismo, se dejaron de reconocer las conductas concretas y, con ello, las responsabilidades de los participantes fueran estos personas, cuerpos o instituciones. La declaración de responsabilidad política publicada en el Diario Oficial de la Federación del 2 de octubre de 2024 no hizo sino cubrir de impunidad a los hechos acaecidos un día como ese cincuenta y seis años atrás.
El acuerdo produjo el perdón de los involucrados, más allá de que su responsabilidad pudiera o no ser determinada. El Estado encarnado por Díaz Ordaz quedará como el espectral agente de todo lo sucedido. Como en el Antiguo Testamento (Levítico 16,10), se les eligió para que el resto de los involucrados de entonces queden purificados y puedan llegar a ser justos. También, para que quienes después de ellos vinieron y no pudieron o no quisieron identificar a los culpables, queden sin culpa. El acuerdo, con independencia de sus llamados a la recuperación de la memoria, produjo olvido. Nada más hay que investigar, nada más hay que buscar, si todo quedó concentrado en una persona y en un enorme ente de absorción. Los hechos del 2 de octubre pueden ser olvidados porque respecto de ellos no hay nada más que averiguar. Finalmente, el acuerdo del 2 de octubre es un memorial de las víctimas y la exculpación de los victimarios. Como toda expresión de ese tipo, es un ente que terminará por cerrarse en sí mismo. Un lugar en el que los perpetradores podrán gozar de paz, tal como acontece con los sepulcros una vez que el cadáver ha sido depositado y debidamente cubierto con la tierra que impide la visión del muerto y de su inevitable descomposición. Como el capitán del barco al que se refiere Hart, Claudia Sheinbaum es moralmente responsable de los efectos de su acuerdo.
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