Desamparo

Artículo publicado en Nexos

La reforma a la Ley de Amparo, próxima a promulgarse, suscita al menos dos graves inquietudes. La primera es que ha despertado preocupaciones legítimas en la comunidad jurídica, aunque no necesariamente en la ciudadanía. La segunda es que empeora el de por sí trasnochado modelo de protección de derechos fundamentales. 

Es grave que lo que nos preocupa a los juristas de esta reforma regresiva (la trampa de la retroactividad, el interés “público”, la suspensión, etcétera) sea irrelevante para el resto de la población. La relación parece inversamente proporcional: a mayor preocupación de los juristas, menor interés de la gente. Esto tiene, a mi juicio, una explicación. El Derecho es una disciplina desprestigiada socialmente, en especial en sociedades con escasa cultura de la legalidad: se ve con recelo a los abogados y a los tribunales.

A los juristas se nos reputa como gente metida en problemas, que habla mucho y hace poco; se nos etiqueta como “picapleitos”, es decir, lo contrario a la “gente de bien”. Sin embargo, esa misma gente depende del Derecho como del oxigeno para vivir en sociedad. Los abogados apestan hasta que hacen falta, y hacen falta cada día. Esa es nuestra gloria y es nuestro infierno. Los juristas (algunos, al menos) terminaremos por administrar los defectos de la legislación con la mejor interpretación posible; la ciudadanía apática pronto olvidará esta afrenta, pero mañana nos exigirá cuentas cuando tengamos menos poder de defensa de sus derechos ante este obeso Leviatán que es el nuevo Estado mexicano.

Por lo que hace a la otra preocupación, conviene dejar claro que a lo largo de la historia el juicio de amparo no ha sido precisamente protector o un auténtico recurso efectivo, para usar términos interamericanos. Muchos académicos lo hemos criticado por años. En efecto, el juicio de amparo es un procedimiento diseñado en el siglo XIX para resolver controversias entre la autoridad y el ciudadano común por posibles violaciones a los derechos fundamentales a cargo de las autoridades. Sin embargo, el acceso al amparo ha sido, desde su origen, estrecho, por no decir elitista. Hoy mismo tramitar un amparo (y ganarlo) sigue siendo engorroso, tardado y costoso. Hay pocos abogados en verdad expertos y confiables en la materia; de ahí su elevado costo. Por lo demás, se necesitan juzgadores independientes, conocedores y experimentados que se hagan cargo de resolverlos. Aquí se localiza otra merma en la operación del juicio de amparo: los “jueces del bienestar”, sin otra virtud que haber sido electos y ungidos por el voto popular, están haciendo más inaccesible aún este decimonónico medio de defensa.

Por lo demás, desde el punto de vista normativo el amparo es un procedimiento muy sofisticado por la enorme cantidad de reglas y excepciones (y excepciones de las excepciones) que contiene. Esa complejidad fue creciendo a lo largo de sus casi 200 años de historia, en particular con respecto a lo relacionado con la “entrada” (procedencia), y “salida” (efectos de las sentencias). En cuanto a la entrada, el amparo tiene una puerta sospechosamente estrecha, es decir, no permite que cualquiera pueda ingresar, y una salida muchas veces trabada por los engorrosos procedimientos de ejecución. Dado que no podemos presumir de un amparo mexicano moderno, realmente protector y puesto al día con las exigencias del Estado constitucional, es que nos preocupa que con esta reforma sea todavía menos protector.

El daño está hecho. Toca a los operadores jurídicos, a quienes prestan sus servicios legales y a una academia responsable hacernos cargo de esta nueva realidad. Nos toca denunciar, impugnar, señalar, argumentar y derrotar, mediante la razón, las malas artes de la política. Con todo, no debemos desdeñar que el enemigo tiene infiltrados entre nosotros. Me explico. Para que la maquinaria del Derecho funcione medianamente bien, se requiere mucho conocimiento técnico, experiencia y ética. Esos bienes son escasos, pero suficientes para mantener funcionando el sistema social.

En otras palabras, en la práctica jurídica conviven juristas técnicos e ignorantes; experimentados e imberbes; éticos y pillos. Los segundos de cada binomio aplaudirán la reforma, como han aplaudido otras. Esos sujetos también abogan, sentencian, representan y escriben papers y libros. En otras palabras, la crisis constitucional y legal que vivimos es más compleja de lo que parece; no se trata de juristas (buenos) contra políticos (malos). La pretensión autoritaria inicia en la propia ciudadanía, continúa con los partidos y sigue con los funcionarios que se rinden ante quienes detentan el poder. Estos últimos han subido toda esa pirámide.

No se viven buenos tiempos para la democracia. Usamos el término sin atender su contenido. En México tenemos la mirada tan corta que creemos que la democracia se reduce a la imposición de la mayoría. Pero la democracia es el reconocimiento del otro y no la imposición de los que más votan a un partido. En la democracia se trata de no excluir (menos de exterminar) al contrincante. Reyes del eufemismo, pensamos que basta con decir “adversario” (y no enemigo) para sentirnos alejados de Carl Schmit. Una palabra luminosa como esta puede oscurecerse con un mal uso. López Obrador la transformó a golpe de conferencias matutinas machaconas y vulgares; hoy significa poco menos que traidor a la patria. Claudia Sheinbaum continúa con ese lamentable esfuerzo. Esta reforma a la Ley de Amparo también significa un triunfo para el autoritarismo. Hasta cierto punto es natural: cuando se tiende al control absoluto, no basta con la cooptación de los tres poderes; también se necesitan leyes a modo. Esta reforma representa una cadena menos para el Leviatán.

El amparo nació en la entonces República de Yucatán y nos lo anexamos junto con el estado. Sin embargo, no hemos logrado hacerlo ni más sencillo, ni más protector, como dice Pou Giménez. Con esta reforma avanzamos, pero hacia el desamparo.

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