De Afganistán a Apatzingán

Artículo publicado en Milenio, el día 1° de septiembre del 2021.
La semana pasada, el gobierno de México facilitó la salida de Afganistán de varios periodistas y colaboradores de medios como el New York Times y el Wall Street Journal. Gracias a la rápida y eficaz respuesta de la Cancillería, estos periodistas afganos con sus familias recibieron visas humanitarias y escaparon del riesgo de perderlo todo.
Paradoja. La misma semana, la organización no gubernamental Artículo 19 presentó su informe del primer semestre de 2021 sobre la libertad de expresión en México (bit.ly/3yvHJ1N (https://articulo19.org/informesemestral-2021/)). Los datos provocan escalofrío. En el periodo reportado se documentaron 362 agresiones contra la prensa (equivale a una cada 12 horas). En 37 por ciento de las agresiones, los responsables eran funcionarios públicos (83), fuerzas de seguridad civiles (46) o personal de las fuerzas armadas (5). Además, en lo que va del año, cinco periodistas fueron asesinados por posibles vínculos con su labor.
Esta condición no es nueva y se acumula por años. En el Informe Anual 2020 de la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (bit.ly/3gPnzdc) se señaló que, en México, “la violencia letal contra los periodistas sigue siendo uno de los principales problemas que enfrenta el gremio” y añade “a estas graves cifras se le suman los numerosos ataques de diferente tipo que reciben los periodistas y medios durante el desarrollo de su trabajo que van desde amenazas, agresiones físicas y digitales, secuestros temporales, obstáculos al trabajo periodísticos y detenciones”.
La garantía de la libertad de expresión va mucho más allá de evitar la censura, perseguir periodistas o permitir el disenso. El Estado tiene como obligación primaria asegurar las condiciones del libre ejercicio periodístico y sancionar con firmeza a quienes lo violenten. No sucede ni lo uno ni lo otro. Hay regiones enteras del territorio nacional que son “zonas silenciadas” (por ejemplo Tamaulipas o Michoacán), la impunidad de los agresores prevalece y el Fondo para la Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas simplemente despareció, y con él la capacidad institucional del Estado de proteger a periodistas amenazados.
Enfrentamos una falla estructural del Estado mexicano que debe corregirse con urgencia. Normalizarlo es aceptar que la amenaza y la violencia se constituyan en las mordazas que silencian la prensa. Debemos exigir una intervención inmediata, sistemática y de largo aliento de los gobiernos para reducir de manera significativa las agresiones a los periodistas.
Los eventos enseñan algo más. Hay claroscuros permanentes en la acción gubernamental propios de una realidad compleja que se mueve con diferentes velocidades. Reconocer aciertos y denunciar fallas es justamente la función de la libertad de expresión.
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